Mientras las bombas rusas caen, la vida de muchos ucranianos que no huyeron ni están combatiendo, sigue con una extraña habitualidad. Van a sus trabajos, hacen las compras, viajan en sus transportes públicos y hasta se divierten. Pese a que el contexto bélico se exhibe de diferentes formas frente a sus ojos. Un raro espejismo en medio del horror.
Por Gabriel Michi
Los niños patinan en una pista de hielo. Hombres de traje corren con el trajín de una jornada laboral como cualquier otra. En el mercado hay una cola para comprar las cosas de todos los días. Los autos van y vienen y se atoran en un embotellamiento que podría reflejarse en cualquier gran urbe del mundo. En la farmacia, los empleados revisan las recetas con las que llegan sus clientes. Los comercios de telefonía celular activan los chips con la velocidad que ahora permite la modernidad. Los restaurantes están llenos, en especial los de los hoteles más lujosos. Y es muy difícil encontrar un lugar para estacionar. En las plazas y paseos hay gente que camina distendida mirando la bella y antiquísima arquitectura. Y Lviv, o Leópolis, en el Oeste de Ucrania, parece protagonizar una mañana más. Como las que se vivían antes del 24 de febrero de 2022, cuando Rusia comenzó a bombardear el territorio de su país. Esa supuesta cotidianeidad no es otra cosa que un espejismo. Una extraña "normalidad" en medio de la anormalidad.
Cuando amanecimos en esta ciudad de 720.000 habitantes -con el camarógrafo Leo Da Re, con quien viajamos a cubrir la guerra para el canal de noticias argentino C5N- nos sorprendió el bullicio de los autos atascados en pleno corazón de esta urbe. Y ni hablar cuando observamos la plaza donde se ubica el Teatro de la Ópera: cientos de personas yendo y viniendo con sus responsabilidades diarias a cuesta. Dirigiéndose a sus trabajos que, pese al escenario, siguieron su curso. Los chicos, muy abrigados por el frío, paseaban con sus padres. Claro que ese "recreo" tenía su razón de ser por la guerra: las escuelas están cerradas y se convirtieron, en muchos casos, en centros de acogida para los refugiados que escaparon de las ciudades bombardeadas del Este, del Norte y del Sur. La "occidentalidad" de Lviv ha sido una ventaja para esta ciudad creada en el siglo XIII. Su cercanía con la frontera con Polonia (y, por lo tanto, de la OTAN), parece alejarla del "peligro ruso". O al menos eso fueron a buscar los miles de desplazados internos.
Ese espejismo de aparente "normalidad" sorprende a todos los recién llegados. ¿Será una manera de auto-protegerse frente a los temores que genera una guerra? ¿Será que hay una decisión de no parar el país pese a los bombardeos? ¿Será que no queda otra alternativa porque la vida sigue pese a que la muerte la rodee? ¿Será que hay dos Ucranias, la del conflicto bélico y la de todos los días, conviviendo juntas en forma paradójica? Puede que sea todo eso junto. Pero lo que sí es claro es que esas múltiples realidades se dan en simultáneo. Sin solución de continuidad. Son contemporáneas. Complementarias y contradictorias. Todo a la vez. Aunque parezca increíble.
Esa pretendida "normalidad" durante el día, cambia radicalmente cuando el sol se oculta. De noche, las calles se vacían y el "toque de queda" hace lo suyo. Las luces de las ciudades y pueblos se apagan (tal como conté en la nota "Las rutas de los fantasmas") y lo espectral conquista el escenario. No hay restaurantes ni mucho menos boliches. La noche es noche a secas. Sólo acompañada por el frío. Y el silencio.
Un silencio que sólo es interrumpido por el sonido más temido. El de las sirenas que anuncian que una amenaza se acerca. Y que lleva a las personas, que durante el día deambularon sin pausa ni preocupaciones existenciales de un lugar a otro, haciendo su vida "normal", a buscar refugio por la inminencia de un potencial bombardeo ruso. Los más afortunados son aquellos que en el centro de la ciudad residen cerca de alguno de los "shelters" subterráneos, muchos de ellos que debieron ser rescatados del olvido y el desuso y que datan de la Segunda Guerra Mundial y hasta de la Primera. Otras personas bajan las escaleras de sus edificios u hoteles y se esconden en los estacionamientos de las plantas inferiores, por debajo de la línea de la calle. La mayoría que no vive cerca de ninguno de esos espacios, sólo tiende a alejarse de las ventanas. Y, si son religiosos, rezar. Es cierto que a medida que pasa el tiempo, la recurrencia del sonido de las sirenas (que en el caso de Lviv advirtieron más de lo que verdaderamente ocurrió) fuerza a que las personas se relajen y dejen de tomar esos recaudos. "Normalizan" lo anormal. Se acostumbran. Lo vuelven parte de su cotidianeidad. Y casi no se sobresaltan. Y, al otro día, con la luz del sol, vuelven a sus rutinas como si nada hubiese ocurrido.
Ese espejismo de "normalidad" se deshace no sólo ante el penetrante sonido de las sirenas. También se observa en datos visibles: las banderas de Ucrania en cada rincón de la ciudad, los carteles apelando al espíritu nacionalista por doquier y las barricadas protegiendo edificios públicos y monumentos, son sólo algunos ejemplos. Pero lo más palpable y evidente es la cantidad de gente en todos lados. Esa ciudad hoy tiene cientos de miles de personas más -los refugiados- transitando sus calles (muchas veces con valijas a cuestas), ocupando sus hoteles al 100%, o residiendo en las casas de aquellos que les abrieron sus puertas para afrontar ese exilio interno.
Pero hay mucho más. Sin duda, esa "normalidad" se hace descarnadamente añicos cuando uno se desplaza a tan sólo 20 cuadras del centro y la cachetada de la desesperación de los refugiados que intentan escapar sacude a todos en la Estación Central de Trenes de Lviv. Es la última esperanza para muchos de conseguir un salvoconducto que los aleje de una muerte segura. Es la estación del adiós. Y un ancla a esa otra realidad de la que muchos quieren escapar. A veces con un boleto de ida. Otros con un espejismo de presunta "normalidad".
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